Han pasado diez años pero recuerdo aquel día a la perfección, está grabado a fuego en mi cabeza y estoy segura de que no se me va a olvidar nunca. Estaba hablando por el ordenador cuando, de repente, me llamó mamá, miré el reloj nerviosa, demasiado tarde para una llamada. La sensación de inquietud empezó a crecer en mi pecho. Seguro que ha pasado algo malo. Descuelgo el teléfono y me dice que tengo que ir al hospital, que te había dado un infarto, inocente de mí, pregunté si estabas bien y sólo me contesto «se ha ido cariño«.

Se quiebra mi voz y las lágrimas empiezan a correr. Me pongo tan nerviosa que tiro un tarro de miel. Presión en el pecho, cristales rompiéndose dentro y fuera, me faltaba el aire. Noto como un trocito de mí misma, uno importante, también se va.

Injusto, esa era la palabra que pensaba todo el rato. Ni siquiera era consciente de lo mucho que me iba a cambiar tu pérdida.

Un simple segundo ha marcado el resto de mi vida. En este caso una despedida, una de esas que vienen sin avisar. Una de las que van a cicatrizar pero que nunca van a dejar de doler.

Una despedida dura en la que te escondieron en el cielo.