A día de hoy esa época permanece borrosa, pero cómo me sentía sigue muy latente.

Los días eran interminables pensando qué podía comer, contando calorías, quitando grasa, pesando alimentos, evitando que la gente me viera comer… Lo peor eran los atracones furtivos, las escapadas a la nevera en mitad de la noche, el arrepentimiento posterior, las ganas de vomitar, el proceso para llegar a él y la tranquilidad del final.

Lo más difícil era mirar en el espejo a esa desconocida gorda que no era como yo quería. Hacía lo posible para estar cómo las blogger de moda, pero nada daba resultado salvo vomitar. El asco de mirarme reflejada, nada me gustaba, ni siquiera sonreía ya.

Las miradas de la gente hacían mucho daño, todos cuestionaban, valoraban, cuchicheaban, hablaban a mis espaldas y se reían de mi talla 40… talla que poco a poco fue bajando y bajando. Las miradas que más me dolían eran las de mi familia y amigos, sabían que algo iba mal, pero no sabían qué hacer.

Entonces mis amigas reaccionaron, hablaron con mis padres y mi hermano, contaron sus sospechas, todas verdaderas por mucho que las negara continuamente. Después de que todos lo supieran me quise evadir, irme. La vergüenza que sentía superaba en mucho cualquier tipo de arrepentimiento.

Pero llegó el día en el que pensé que lo mejor era desaparecer y así dejaría de darles problemas a todos. Lo hice, pero mi hermano llegó a tiempo y me salvó. Ese día permanece disperso, mi madre gritando, mi hermano tapando heridas y mi padre paralizado en la puerta. Ambulancia, hospital, insomnio, psicólogos, psiquiatra…

La mirada de mi familia ese día ha sido lo más doloroso de toda mi vida, algo con lo que tendré que convivir eternamente.

Me alegra decir que ya estoy bien, ha sido un camino largo y duro pero he vuelto a ganar peso, a mirarme en el espejo sonriente y a reconocerme en él.